lunes, 28 de febrero de 2011

Del descuido



Ixión duerme en un lugar desierto, intocable en el útero del sueño.
No la ve brotar de sus sedas rojas, de su tulipán de noche, y caminar por la casa como una novia impura. Hipodamía desvelada junto a la lamparilla bebe un vaso de leche, muy fría, como la espera, como el abandono, como el cuerpo que no la busca. Otros ojos, detrás de la ventana, se extienden hasta los delgados hombros que el camisón descubre.

En qué momento ella va a apagar la luz y entra la fuerza, se rompe la frágil estructura triangular, un sordo forcejeo enturbia el aire. El hombre-centauro tensa el arco del cuerpo al cargarlo sobre su enorme espalda, ese paraje de aceituna azulada surcado por el esfuerzo del hambre, vagamente encendido por la media luna de colgante melena. Las manos duras y largas del extraño le ciñen las costillas, persiguen la estrecha nieve del vientre, y él dice su nombre, quedamente, Hipodamía, fuego fatuo, Hipodamía, de repente estremecida en el alquímico tránsito del espanto a la aguja del deseo. El hombre-centauro aprieta sus tobillos y muñecas, en los labios de Hipodamía se abre un grito oscilando entre el terror y el placer. La impaciencia del extraño al correr con ella en vilo le desgaja el camisón del cuerpo y la seda rojísima se arquea como un pétalo en el aire oscuro.

De nuevo el silencio se suspende y los pasillos rezuman un zumbido vacío. Apenas una nube fugaz roza la frente confiada de Ixión.


[Imagen: El rapto de Deyanira, Guido Reni]

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