Gregory Crewdson |
El jardín neuronal fue repentinamente iluminado por un
estallido de alfileres. Después se oscureció humeante, sin dejar de temblar.
Después.
Las ropas desceñidas.
Fue sólo cuestión de un chispazo, una descarga eléctrica y
la repentina floración de durísimos cristales de sal sobre la lengua. Sed.
Después la resistencia, el empeño de refugiarme en lo cerrado,
en especial porque el lenguaje me desfonda.
Los cabellos
destrenzados.
Qué hay detrás de mi frente: UN BOSQUE DESPUÉS DEL INCENDIO.
Acaso algo se mueve todavía por ahí, hormiguea la vida
diminuta de las cenizas, algo sucede en los huecos ocultos de los árboles. Todo
eso bulle en lo más alto de mi pensamiento. Me enciende los dedos.
La niña descalza.
Ah ella. Cómo me enerva, con su cara sucia y las rodillas
magulladas. Pero sobre todo por su risa. Entra y sale de la casa como un
pájaro: por las ventanas, por la chimenea, por los tragaluces.
Yo vivo dentro de un horno, hace muchos años.
(Alguien pronuncia bajito el nombre de mi hermano amado:
Franz. Toda esa ternura perdida me riega las mejillas).
Tengo tanta hambre.