|
Katia Chauseva |
todo comenzó a descomponerse, y es cierto, al final no
lograba controlar la tensión, las mandíbulas apretadas como si pudiera masticar
todas esas plantas aromáticas a mi alrededor, quizá lo deseaba, sí, la retama
el tomillo el tallo de sol que me ciega, creí desmayarme al recogerlas, me dije
intenta solamente observar el lento devenir alrededor, aspirar el polvo de la
invisibilidad
pero nada hay más veloz que las metamorfosis del tiempo y
del espacio en torno a mí, esos paisajes gesticulando como monstruos, su
persecución infinita, las horas amontonándose grumosas
a esa sucesión de lugares la llamaron hilo de tiempo hilo de
voz hilo de algo a punto de agotarse, una huida inútil donde siempre los otros
reaparecen, yo transportaba un saco con plantitas, los espacios eran: estrechos vagones subterráneos cargados animales moribundos, un cuarto desnudo lleno de
extintores, la calle de las carnicerías, un tubérculo de pasillos y escaleras
que crecen y se entrelazan y se taponan, el jardín de las plantas salvajes, un
piso sin ventilar lleno de sábanas amontonadas, postigos cerrados por el miedo
a la luz y a la falta de luz, nuestras salas de experimentación
al cabo de los días el olor del cilantro pudriéndose atrajo
la atención de los vecinos, quisimos encerrarnos con las plantas, en la cocina
había un cazo con agua hirviendo, no lográbamos interesarnos por nada más, era
de noche y sólo se veía la luz de la nevera vacía, era tan hermoso, pero
entraron, no pudimos evitarlo, lo destruyeron todo